Luz tenía 9 años cuando asistía a clases de ballet por las tardes, y esa, precisamente esa tarde no fue la excepción. Sin embargo, hubo una diferencia que pudo haber sido realmente significativa de su futuro y el de su familia. Ese día su papá la llevó a la escuela de danza, lo que no era usual porque su trabajo se lo impedía. Las razones del cambio en la rutina fueron dos: la tristeza que les había causado la muerte de Don Antonio, abuelo de Luz, suegro de Héctor, que sucedió el veintiuno de septiembre de 1968, once días antes del dos de octubre fatídico, y los miedos que habían generado algunas escenas relacionadas con la algarada política que se vivía en aquellos días.

Luz tenía información de lo que estaba sucediendo, no solo porque los noticieros lo mostraban y era tema de conversación en todos lados, sino porque los últimos días observaba cosas en su alrededor cercano que la tenían alerta.

En varios momentos de aquellas jornadas vivió y compartió la angustia de su mamá al escuchar el ruido que hacían los tanques del ejército al salir del campo militar número uno y pasar a unos metros de su casa rumbo al Casco de Santo Tomás, donde se ubicaban varias escuelas del Instituto Politécnico Nacional, o rumbo a la Universidad Nacional Autónoma de México. En la escuela de medicina del poli trabajaba su papá, quien varias veces estuvo cautivo cuando los estudiantes tomaban la institución, no obstante que él congeniaba con el movimiento, e incluso había participado en varias marchas.

Nunca como esos días le tocó ver que, sin ser día de desfile, los tanques, jeeps, y camiones del ejército, cargados de soldados, pasaran a cualquier hora uno tras otro y por ratos largos. Nunca como esos días vio a su mamá muerta de miedo, haciendo mil llamadas, como si fuera la corregidora, avisando a Héctor sobre los movimientos del ejército que observaba en las calles.

Aquellos días también se empezaba a vivir el luto por la muerte más cercana que Luz había conocido a su temprana edad. Su querido abuelo murió sin que ella y sus hermanos hubieren podido reaccionar, ni siquiera saber que se acercaba, porque la costumbre era mantener a los niños lejos de las tristezas, lejos de lo que significa que alguien deje de existir y no lo vuelvas a ver. Veía tristeza en su mamá y en sus abuelas, sobre todo la viuda, aquella que vivió muchos años como esposa y que estaba acostumbrada a su presencia, a su cercanía y, por qué no decirlo, a su dominio.

Su papá le tenía un sincero cariño al abuelo, aprendió a quererlo en la convivencia de los últimos años, desde que se casó con su mamá. Compartió ideales y charlas, veladas con pláticas sobre el país y la política. Se habían convertido en amigos por la cercanía en familia, el amor a los hijos de uno y a los nietos del otro, pero sobre todo, por el respeto que ambos se profesaban y la coincidencia ideológica. La muerte de Don Antonio dolió a Héctor como la de un padre, así se lo contó a Luz algún día de esos en que la pena le permitió expresar lo que llevaba adentro.

El dos de octubre de aquel año cayó en miércoles, Luz debía estar en su primera clase poco antes de las cuatro y media de la tarde, por ello antes de las cuatro su papá estaba listo en el carro esperándola. Al principio del camino privó el silencio, la niña iba dándole vueltas a la idea que tenía, sólo la turbaba el cómo externarla. Cuando se acercaban a su destino supo que no debía dilatar más su sugerencia sobre la forma en que ella creía que su papá debía pasar las siguientes horas. Oye papá te gusta mucho leer ¿verdad?, ¿trajiste un libro?, sí mija, ¿por qué?, pues yo creo que en lugar de irte a tu trabajo o a una de las marchas a las que vas últimamente, deberías quedarte en el bosque sentado al pie de uno de los muchos árboles, leyendo. Pues tal vez tengas razón, sería una buena forma de esperar a que terminen tus clases. Lo voy a pensar porque no me siento con muchos ánimos de andar entre la gente.

Unos días antes, la turbulencia del ambiente se había acercado a Luz de manera intempestiva. Estaba en la danza, esperando a que los hermanos de su amiga-vecina Ceci Montañez fueran por ellas, cuando se percató de que muchos soldados querían entrar a la academia. La directora Josefina Lavalle estuvo platicando con ellos con la puerta a medio abrir, con firmeza y valentía. Después del diálogo entraron solamente algunos de ellos a revisar cada uno de los espacios de la academia. No se sabía a ciencia cierta con qué motivo. Como entraron salieron, no sin el asombro y temor que se reflejaba en las miradas de niñas y mamás o acompañantes que estaban en el vestíbulo, antesala del pasillo largo que conduce a los salones en que se impartían las clases de clásico, moderno, folklórico o contemporáneo.

Ese vestíbulo rodeado de ventanales, con bancas de madera en la que esperan por las alumnas mientras toman sus clases, permitió ver a todos los presentes cómo aquellos soldados, a los que la directora no había dejado pasar, sacaban del Teatro de la Danza, a punta de golpes con la cacha de los rifles o con patadas, a los estudiantes reunidos en el recinto. El motivo de su reunión tampoco estaba claro para Luz, solamente podía suponer que eran de aquellos que estaban descontentos ante las acciones de policías y granaderos que no los dejaban expresarse. Estuvo viendo con asombro cómo atrincheraban con los brazos arriba las piernas separadas y contra las paredes del teatro a jóvenes de ambos sexos que salían en fila obedeciendo instrucciones autoritarias. Con lujo de violencia les exigían abrir aún más las piernas y los cateaban, y se percibía con la evidencia que mostraba el panorama y el corazón brincando acelerado, cómo los de las armas gritaban y golpeaban, y cómo los estudiantes, también gritaban y se quejaban, pero ellos con impotencia, con desazón, con mucho miedo.

Y así pasaba el tiempo, y sus choferes no llegaban y Ceci no salía “de clase”. Por ello Luz decidió llamar a su mamá por el teléfono público que estaba adentro de la danza, justo antes de entrar a la cafetería, pegado en la pared de ladrillos rojos y brillosos que nunca olvidará. Mamá, no llegan los Montañez, y tengo mucho miedo, porque aquí afuera hay muchos soldados y están sacando estudiantes del Teatro de la Danza, con rifles de esos que tienen una punta filosa. ¿Cómo que no han llegado por ti?, déjame hablar, quédate adentro, no tengas miedo y vuelve a hablarme en un ratito para decirte quién va a ir por ti.

En esos momentos en que la angustia mata, el tiempo se hace largo. No habían pasado sin embargo muchos minutos y Luz, después de volverse a formar en la fila de espera que era larga. porque muchas de sus compañeras querían comunicarse con sus familiares, contarles y pedirles que vinieran por ellas, ya estaba volviendo a hablar a su mamá, quien en esta ocasión le comentó que los Montañez ya habían recogido a Ceci, que supieron de los sucesos porque su papá, que era periodista, se había enterado y les pidió que anticiparan el viaje por su hermana. En el trajín de la búsqueda, en medio de la alteración del orden, se olvidaron de Luz. ¡Qué agobio!, para ella y su mamá y también para la señora Montañez, quien asumió que el olvido era imperdonable. La madre de Luz no quiso saber más, se comunicó con su papá y le contó lo que pasaba. No obstante al mismo tiempo ya habían salido los Montañez en un segundo viaje ahora por Luz, que los esperaba con zozobra y con el espectáculo aquel de los muchachos contra las paredes que después de un buen rato, en medio del mal trato que les propinaban los soldados subían a los camiones del ejército que así como llegaban y se llenaban, emprendían el camino hacia el destino que habían decidido para los revoltosos, para los estudiantes que preocupados por las circunstancias se habían reunido para decidir el rumbo que querían tomar. Decidieron por ellos.

Por fin llegaron por Luz, muertos de risa los muchachos le dijeron: ¡Luz!, pues ¿dónde estabas?, te nos olvidaste. Ella callada. De por sí era tímida, y esos muchachos la intimidaban aún más. ¡Qué chistositos!, después de la preocupación que había pasado todavía lo tomaban a broma. Lo que quería era llegar a su casa, olvidarse de todo, desahogar la emoción que le llenaba el hueco que se encuentra detrás del esternón.

Ya enfrente de su casa se percató que su papá también llegaba. Estaba abriendo una hoja de la puerta de reja de rombitos para meter el carro. Luz bajó del auto de los vecinos y se apuró para ayudar a su papá a abrir. En la maniobra la puerta se cerró a sus espaldas y con el filo de abajo se le incrustó en el talón, haciéndole una herida realmente leve, pero que dolía de verdad, como si fuera grande y honda. Aquella lastimada le permitió dejar salir en forma de llanto y dolor las emociones contenidas. Ya con calma y el cuidado de sus padres les contó lo que vio, escuchó y sintió aquella tarde, una de tantas que se vivieron en la ciudad de México antes del dos de octubre del 68.

Después de la revisión de los salones de la danza y la toma del teatro, con la experiencia cotidiana del paso de vehículos militares, tanques y soldados a treinta metros de su casa, Luz no dudó aquel día que su papá la llevaba a la danza, que debía decirle que no fuera a la marcha, lo que la atormentaba era que no le hiciera caso. Pero la escuchó y le hizo caso. Cuando salió de clase, la adolescente apuró más que nunca el ritual de cambiar las zapatillas por zapatos y encima de las mallas y el leotardo ponerse la ropa de calle y guardar el atuendo de bailarina en la maleta. Salió corriendo y al asomarse al estacionamiento sintió alivio y alegría, ahí estaba el automóvil de su papá y él de pie recargado en un poste esperando a la niña que aquella tarde sin saberlo, por culpa del triste deceso del abuelo y de sus miedos, quizás salvó la vida de su padre.

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