Recuerdo que algunas de mis primeras reflexiones en torno a la lectura, data de cuando estudiaba la preparatoria a la vez que me formaba como maestra de educación preescolar, en una escuela especializada en la formación docente llamada Normal para Maestras de Jardín de Niños. En el mismo tiempo, mi hermana mayor cursaba el bachillerato en un centro educativo de vanguardia llamado Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH), perteneciente a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), al que yo no ingresé por encontrarse en huelga.

La educación que se impartía en la normal era muy tradicional, los maestros dictaban su clase frente al grupo y las alumnas tomábamos notas sobre lo que escuchábamos, que después se convertían en el material de estudio para los exámenes. Era la materia prima del proceso de enseñanza. En cambio, mi hermana tenía la encomienda de leer, no uno sino varios libros a la semana. La veía leyendo en cualquier lado, la veía siempre acompañada de sus libros. Y la veía y escuchaba conversar con los amigos, especialmente uno al que le llamábamos CruCru en referencia al grillito cantor CriCri, no precisamente por cantor, si por grillo (en México se les llama grillos a quienes andan metidos en la política).

Me daba cuenta que el nivel de análisis, reflexión y conversación de mi hermana implicaba elementos con los que yo no contaba. Ahora me queda más claro, en aquel entonces creo, más bien, que no relacionaba del todo la lectura con las capacidades intelectuales que observaba en ella.

Otra diferencia entre la educación que recibíamos mi hermana y yo era que en el CCH la población estudiantil era mixta, mujeres y hombres y en la Normal éramos únicamente mujeres.

Ambas diferencias me hicieron buscar el cambio de escuela sin importar la “pérdida” de años que preocupaba a mis padres. Sin embargo, eso no sucedió a pesar de reprobar adrede cuatro asignaturas, buscando la expulsión por reglamento escolar. Recuerdo que, cuando mi madre consiguió que me dieran la oportunidad de repetir los exámenes para no ser expulsada, me invadió un llanto de impotencia que no podía controlar. Ya había imaginado estar en el CCH, convivir con hombres y cursar otro tipo de asignaturas que se me antojaban más interesantes que las que me tocaba atender en la Normal.

Ni hablar, mi camino siguió por el de la educación tradicional y después viví las consecuencias. No del todo malas, he de admitir, si con una ausencia que no se ha podido remontar. Porque ahora creo que aquellos años en que, como adolescentes buscamos nuestra identidad y nos forjamos como personas independientes, acompañados de la tarea - responsabilidad - obligación de leer, puede producir personalidades diferentes si transcurren con la compañía de los contenidos que te transmiten los libros y los procesos que desatan en tu mente.

Para responder a la pregunta de ¿por qué leer? me remonté a ese recuerdo, porque me acompaña. No es que no haya leído en aquellos tiempos, algo leí, sin embargo, estoy clara de que no leí libros clásicos pensados pedagógicamente para ser parte de la educación que forma conciencias, que enseña mundos desconocidos con intención educativa.

Ante mis circunstancias, me remito a Italo Calvino quien me alivia cuando dice: “(…) la escuela debe hacerte conocer bien o mal cierto número de clásicos entre los cuales (o con referencia a los cuales) podrás reconocer después «tus» clásicos. La escuela está obligada a darte instrumentos para efectuar una elección; pero las elecciones que cuentan son las que ocurren fuera o después de cualquier escuela. Esto es un poco lo que me sucedió, mi escuela no eligió por mí, no me orientó para adentrarme en el mundo de la lectura de los “clásicos”, sin embargo, y a partir de la reflexión de Calvino sobre por qué leer los clásicos, ahora sé que puedo elegir mis clásicos. A partir de ahí intentaré responder la pregunta.

La metamorfosis de Kafka, es uno de los libros que podrían estar en mi lista de clásicos. Me gustó la manera en que Kafka muestra el proceso de cambio, y aunque no recuerdo detalles, mi memoria me dice que la narración sobre la transformación me hizo comprender que todo se modifica, lugar común que después profundicé con algunos estudios de budismo para llegar a entender que lo único que no cambia en el transcurrir de la vida, es que todo cambia.

Otro de mis clásicos es Cien años de soledad, del queridísimo Gabriel García Márquez, y digo queridísimo porque a partir de la lectura de varios de sus libros, disfruté enormemente con la manera en que muestra los mundos que imagina, en que nos adentra en el conocimiento de los personajes, sus aventuras, dramas, dichas, y mágicamente va entrelazando historias y recorridos.

Recuerdo que solamente he leído dos veces, dos libros en mi vida. Cien años de soledad fue uno de ellos. La primera vez me acompañó en un proceso de desengaño amoroso que me hundió en una feroz depresión, de la que empecé a salir cuando entré en el mundo de Macondo, de Aureliano Buen Día, de cuando la ciencia elimina las distancias con la maravillosa lupa que trae Melquiades, las variadas apariciones de los pececitos de oro, el mundo de los cuartos infinitos, los caminos de sangre, la mecedora de florecitas de colores de Rebeca, la tormenta silenciosa de flores amarillas, el cambio de relojes por pajaritos y la tristeza profunda del final de la estirpe.

Tengo claridad en estas imágenes porque la segunda ocasión que leí ese maravilloso libro fue para distinguir al Gabo, con todo respeto, por medio de una sencilla exposición colectiva de pintura, escultura, arte objeto y joyería que realicé con mi familia y una amiga, llamada Homenaje a Gabriel García Márquez.

Cien años de soledad se me impuso, lo aprehendí de tal modo que convertí en pintura algunas de las imágenes que evoca, y, especialmente durante la segunda lectura me pasó que, como dice Calvino, “penetró en los pliegues de mi memoria mimetizándose con mi inconsciente” y me di cuenta que Calvino tiene razón cuando dice que “un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir.

He leído a varias mujeres, sin embargo, Orlando de Virginia Woolf me mostró algo diferente, me hizo sentir que toda la maraña de pensamientos que se agolpaban en mi mente podría tener salida si lograba trasladar mis ideas al papel por medio de la escritura. Orlando para mí fue una revelación porque, aunque aparentemente las palabras parecían volcadas sin ton ni son, nos llevan al mundo de las ideas de la protagonista, que se transforma como parte del transcurrir de sus días.

Cuando Italo Calvino dice: “tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él”, me remite a Orlando y a Una habitación propia, porque lo que Virginia Woolf transmite me ayuda a mirarme por dentro en el primero y frente al mundo en el segundo.

Y hay otros, están por ejemplo: Sor Juana Inés de la Cruz, Gabriela Mistral, Pablo Neruda Milán Kundera, Ángeles Mastreta, José Saramago, Mario Benedetti, Juan José Millás…

A partir de leer a Calvino cuando dice: “no queda más que inventarse cada uno una biblioteca ideal de sus clásicos; y yo diría que esa biblioteca debería comprender por partes iguales los libros que hemos leído y que han contado para nosotros y los libros que nos proponemos leer y presuponemos que van a contar para nosotros”, pienso que, aunque mis experiencias de adolescente no trajeron consigo la lectura de los clásicos como obligación, lo cual me hizo sentir cierta carencia, ahora sé que tengo mis propios clásicos, los que me han acompañado en mis circunstancias, me han transformado, me han permitido viajar, imaginar, sentir, llorar, reír, pensar, pintar, escribir, profundizar, analizar, olvidar, compararme, encontrarme y perderme, salirme de mi misma y volver para encontrarme diferente.

Recuerdo una lectura profesional que me puso a pensar, me hizo bolas y me permitió entender de manera diferente la materia prima de mi trabajo. Fue Luis F. Aguilar que en un estudio introductorio sobre la disciplina de las políticas públicas dice que “los problemas no existen, que lo que existe son las soluciones”. ¡Ah! Como me costó trabajo comprender esa idea, y ahora, cuando la transmito, porque la hice mía, me maravillo al ver las expresiones de la gente cuando captan la esencia, cuando logran entender que la solución es el resultado de volver una circunstancia desfavorable, favorable, aunque solamente sea en el pensamiento y que, si se actúa en consecuencia, si se cree que es posible el cambio, se puede transformar la realidad. El chiste es actuar.

Ahora puedo decir que leer es una manera de asir el mundo que nos rodea, de comprender quienes somos frente a ese mundo y transformarnos desde lo más profundo de nuestros pensamientos, por medio de los procesos mentales que desata la transcripción de los conceptos que conllevan las letras unidas, convertidas en palabras que a su vez traducen lo que otros piensan y nos vinculan con ellos de maneras inoloras, incoloras, infinitas.

Jatzibe Castro



Bibliografía

AGUILAR VILLANUEVA LUIS. F. (2003) El Estudio de las Políticas Públicas. Porrúa, México

CALVINO, Italo. Por qué leer los clásicos. Biblioteca Calvino Ediciones Siruela



Imagen de portada: La tormenta silenciosa. | Autora: Jatzibe Castro.

Imagen de interiores: El final de la estirpe. | Autora: Jatzibe Castro.



 

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