Sucedió que, una regresión le había mostrado que su incapacidad de expresarse con claridad ante los demás y mostrar con precisión sus ideas e ingenio, venía de un momento de su infancia en que su padre, después de que ella manifestara el deseo de hacer algo, le dijo: – mira mijita, tus argumentos son buenos, sin embargo, se va a hacer lo que yo diga–.

A aquella niña, le había tocado ser madre y padre, por decisión propia y del universo. La relación con su hija había sido, sí, de mucho amor, pero también de mucha exigencia, autoridad y estructura. La ambigüedad de figuras paterna y materna fue un aprendizaje natural, no planeado, aunque sí, a veces, meditado. Sin embargo, empezó a observar en la puberta cierto temor e inseguridad ante la autoridad que ella representaba.

Llegó como flashazo una idea relacionada con el futuro que esperaba a su hija si su autoridad la subyugaba, si no le daba oportunidad de equivocarse, de decidir por sí misma, de ser libre de ser, sin sentirse juzgada. ¿Qué le esperaba si la exigencia siempre venía de afuera, si debía someterse a la autoridad, si su voz y sus deseos no eran respetados?

Había que rebobinar. No cabía alguna duda. La estructura estaba dada, el rigor había ayudado a formar el carácter, la combinación de amor y disciplina había dado como fruto una chica encantadora, alegre, aplicada y responsable, que sabía ejercer un liderazgo democrático y gozaba de las actividades que desarrollaba. Lo que le faltaba, sin duda, era libertad de acción y decisión, la seguridad de ir por el camino con aplomo, valentía y resiliencia.

La madre imaginaba el futuro de su hija ante un jefe, una pareja, un grupo de amigas, en general en la vida, si no cambiaba las formas y la correlación de fuerzas. Había que hacerlo.

Estaban terminando de comer cuando la hija le comentó sobre algo que quería hacer, tal vez ir a la fiesta de algún amigo o salir a pasear con alguna amiga, ante lo que la madre se mostró renuente, expresando inconvenientes; la hija bajó la mirada y borró el entusiasmo de su expresión.

Ahí estuvo el instante de luz, y con él, ideas, imágenes, proyecciones, sensaciones de necesidad de cambio. ¿Qué sería la vida sin consciencia, sin posibilidad de recapitulación, sin el reconocimiento de la luz que nos indica el camino?

Al momento siguiente la madre ya estaba actuando diferente: bueno querida, y si tanto te apetece ir a esa fiesta, ¿por qué quedarte callada?, ¿por qué dejar de insistir?, ¿por qué no me convences?

El giro estaba dado en la consciencia de la madre, la decisión estaba tomada, ahora había que trabajar en el giro de la hija. Darle confianza en la posibilidad de participar en su desarrollo, impulsar y estimular su capacidad de pensar, argumentar, expresar y decidir, no sería difícil, porque tenía las herramientas, lo más complejo sería mostrarle la posibilidad de influir en la inteligencia de los demás para lograr sus objetivos. Los demás, en principio, era solamente la madre, su principal compañía y, además, su imagen de autoridad, pero en el futuro sería el mundo en que viviría con adversidades y bienestares.

 

 

 

Y fue sucediendo, poco a poco, porque los cambios, aunque constantes, no siempre son fáciles, inducidos o no, tienen un proceso evolutivo. La claridad de que sucediera era de la madre, sin embargo, la hija debía irlo sintiendo, debía ir conociendo su poder de persuasión e influencia en la madre, que después se traduciría en el jefe, el amigo, el novio, la vida.

Jatzibe Castro

 

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