Soy mexicano, ubicuo, etéreo, efímero y prosigo. Mi origen es rural, vengo de un ambiente sencillo y pobre, de pobreza económica, y sin embargo he escalado en tal magnitud, que ahora estoy en la boca de todo el que lo desee en cualquier parte del mundo, y hasta me atrevo a decir que soy famoso.
Me siento orgulloso de haberme perfeccionado al grado de ser reconocido internacionalmente, viniendo, como dije, de lo rural, que para mí significa el campo de los campesinos, aquellos que en México son grupos infravalorados, que, pese a que producen la materia prima para cubrir la necesidad alimentaria, no reciben el apoyo que les permitiría, no solo trabajar en mejores condiciones, sino habitar con los privilegios que les otorgaría estar rodeados de naturaleza, sin necesidad de correr a los centros urbanos a medio vivir, adentrándose en el entorno del asfalto, la contaminación, el subdesarrollo y el trato discriminatorio. El campo es donde la tierra fructifica, donde una semilla se vuelve planta, árbol, alimento, belleza, salud, donde la capacidad del ser humano se une con la naturaleza, y crean y recrean la vida, donde hay libertad con libertad y dignidad, o debería haberla.
Existo aproximadamente desde el siglo XVI. Una de las explicaciones sobre mi nacimiento es que me descubrieron cuando, después de que una increíble tormenta eléctrica lanzó un rayo sobre un campo sembrado de agaves, originó un incendio que derivó en vapores que calentaron sus entrañas hasta el grado que de ellas emergí, en forma de dulce miel con fragancia seductora, con la que atraje a los nativos, quienes descubrieron que al fermentarme y beberme tenía poderes relajantes y efectos de euforia, lo que los llevó a pensar en mí como un regalo excepcional de los dioses de la embriaguez.
Aunque esta es una hermosa ficción, ya en el mundo real, antes de existir como se me conoce, debo hacerlo como preámbulo, mi beta sin pulir está en aquellas entrañas de la leyenda, que a mí me gusta llamar corazón. Lo que sucede para mi creación es una fusión entre la naturaleza y la mano e ingenio del hombre, que se puede decir, son mis progenitores. Mi materia prima, que ya en la época prehispánica se consideraba una planta sagrada, ahora es venerado por quienes la producen y quienes saborean su mejor fruto: yo.
Mi presencia también es resultado del mestizaje que se produjo con la conquista, mestizaje no solo entre personas, sino también de costumbres, enfermedades, comida y producción con la combinación de diversos insumos. En mi caso, la gente que gusta de mí, estará de acuerdo en que pude ser un efecto favorable, en contraposición con los hechos cruentos que hicieron daño a quienes habitaban la tierra colonizada y tenían su propia forma de ver la vida y aproximarse al desarrollo. Las primeras décadas después de la llegada de los españoles, nací como una descomposición deliciosa y posteriormente, con la influencia árabe e hispánica aprendieron a destilarme en alambiques, con lo que fueron perfeccionando mi elaboración, mi sabor y mi existir.
El Agave Weber con el que me elaboran es fruto de la fertilidad de la planta original que, sin importar si es macho o hembra, después de tres años de vida, se reproduce asexualmente, por medio de hijuelos que surgen de su raíz, crecen a su alrededor y florecen. Estos hijuelos son separados de la raíz y, antes de la temporada de lluvias, se plantan aprisionando la tierra en su entorno, para su crecimiento natural y aprovechamiento posterior.
Afortunadamente la vida de los hijuelos, luego agaves, dura entre ocho y doce años, durante los cuales disfrutan del campo y los cuidados del hombre que se aboca a que su corazón crezca grande y fuerte, ya que es ahí se encuentran todos los azúcares y los carbohidratos, elementos necesarios para producirme.
Siendo el objetivo cuidar mi esencia, a partir del tercer año, inicia un proceso de podadura de las pencas del agave para lo que se usa el machete largo y de lo que depende la calidad de mi materia prima. En la primera poda, llamada farolito, se cortan las puntas de las pencas, con lo que se evitan las plagas. Al cuarto año, se realiza el segundo corte llamado arbolito, por la forma redonda que se da al agave. Un año después el corte se llama escobeta y solo se corta la punta de las pencas. Cuando la planta muestra signos de maduración, que se identifica en las partes bajas por medio de una coloración rojiza o café y cuando algunas pencas se perciben secas, se lleva a cabo el último corte que se conoce como castigado, con el propósito de eliminar el cogollo, de donde se desprenden las pencas.
Cuando la planta no tiene más pencas que engendrar, los nutrientes se concentran en el corazón, que produce más almidones que se transforman en azúcar, lo que permitirá la fermentación y posteriormente mi elaboración. Después de la poda castigadora, durante todo un año el corazón crece y se fortalece al grado de que puede llegar a doblar su tamaño y cuando está listo puede pesar hasta 100 kilos y producir hasta 70 litros de mí.
Una vez que el agave ha llegado a su plena madurez, sigue la cosecha, que se llama jima, se hace con un instrumento muy filoso llamado coa y consiste en separar las pencas del corazón y dejarlo listo para el tratamiento y transformación de sus elementos esenciales, que es de donde surjo.
Baste ya de hablar sobre mi origen. Quiero contarles a partir de que existo, sobre mi relación con las personas y las causas y efectos de mi consumo.
A partir de la década de los 50 del siglo XX empecé a internacionalizarme, la época de oro del cine mexicano me hizo protagonista con Jorge Negrete y Pedro Infante, y en boca de ellos con las sentidas composiciones de José Alfredo Jiménez. Antes, me consumía la gente humilde, e incluso eran despreciados por ello, yo era la bebida del pueblo, que no tenía para tomar fino. Eso fue cambiando, además del cine, tal vez los pobres se fueron haciendo clase media y me seguían saboreando, con lo que fui siendo reconocido en otros medios. Como consecuencia, se fue perfeccionando mi producción, empaque y distribución y me hice más costoso. Ahora que mi fama se ha extendido, lo paradójico es que ahora resulto muy costoso para la gente del pueblo.
Hay quienes me toman sencillamente por el deleite que produzco, aprecian las gotas que entran en su boca y pasa por sus papilas gustativas, me degustan y bien valoran, sienten el ligero embeleso que produzco, sin llegar a embriagarse. Pero también hay quiénes, simplemente por moda, me toman en shots, sin sentido, sin saborear, incluso me hacen llegar directamente a sus gargantas, sin ni siquiera saber a qué sé, con lo que muy pronto dejan de ser quienes son, pierden la noción de lo que les rodea, la cordura y la compostura. Los primeros me hacen feliz, a los segundos, no los entiendo.
Hay también quienes me toman para olvidar sus tristezas y conmigo las sienten aún más profundas, volviéndose víctimas de sus verdugos en el amor y el desamor, expresando por medio del canto y los lamentos su dolor y su tormento.
También los hay enfermos que me toman sin control, ellos no distinguen entre lo que yo o mis colegas producimos, porque lo importante es saciar esa ansia de alcohol que les produce su enfermedad. En ese caso me alegra que muchos de ellos se regeneren, aun cuando no vuelvan a probarme, el daño que se hacen con mi presencia me hace sentir mal y su recuperación me reconforta.
Otros hasta organizan catas carísimas a mis costillas y me dan a probar en maridaje con comida mexicana sencilla pero estilizada. Utilizan vajillas, copas y utensilios que dan glamur a la ocasión. Ellos y sus clientes se sienten de lo más exclusivos, yo los miro con extrañeza, tal vez por mi origen sencillo no soy capaz de apreciar las excentricidades.
Una vez entrevisté a unos personajes que elegí al azar de entre las muchas familias en las que perdura mi presencia, con la intención de saber lo que significaba en sus vidas. El padre me contó que me conoció cuando era un joven estudiante de medicina cuyo origen era como el mío, venía del campo y tenía pocos recursos. Aprendió a apreciarme, en principio porque era para lo que le alcanzaba, más adelante porque me disfrutaba al grado que fui siendo su preferido hasta cuando llegó a viejo. Los hijos me contaron que fue poco a poco que, en la convivencia con su padre aprendieron a conocerme y saborearme, y cómo él despertó en ellos, primero la curiosidad, después el gusto por mi sabor y efectos, y ahora que él ya no está, a sentir la nostalgia de su presencia con mi degustación. Aunque él bebía otros alcoholes, sabía que todo podía empezar con un caballito de su elixir preferido, le encantaba tanto que cuando llovía le hacía disfrutar la lluvia, cuando hacía frío me tomaba y calentaba su cuerpo; si había invitados, compartir era el pretexto; cuando estaba cansado yo le ayudaba a relajarse; si se enojaba, conmigo se calmaba; si llegaba del trabajo y sentía estrés por el intenso tráfico, me buscaba para desestresarse; en cualquier clase de festejo yo era invitado especial, incluso, si se sentía resfriado yo le ayudaba a matar los bichos con mi constitución desinfectante. Solo no le gustaba tomarme cuando estaba triste o cuando estaba solo.
Mi forma de ser, ubicuo y efímero a la vez, me ha hecho aprender a renovarme y trascender mi consciencia a partir de la conexión energética que existe entre mi esencia, que está en los corazones de los agaves y mi relación con quiénes me consumen. Debo cuidar que el itinerario imaginario de mi existencia no termine cuando me diluyo en el organismo humano, sino que continúe en los millones de nuevos yo, que siguen elaborándose y llegan a millones de personas que me disfrutan. Lo que intento explicar es inefable, sencillamente porque no puedo expresarme sino a través de alguien que me conozca, valore y quiera ser mi voz.
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