Recuerdo que algunas de mis primeras reflexiones en torno a la lectura, data de cuando estudiaba la preparatoria a la vez que me formaba como maestra de educación preescolar, en una escuela especializada en la formación docente llamada Normal para Maestras de Jardín de Niños. En el mismo tiempo, mi hermana mayor cursaba el bachillerato en un centro educativo de vanguardia llamado Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH), perteneciente a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), al que yo no ingresé por encontrarse en huelga.
Es curioso, o como diría mi hija, peculiar, cómo los hechos se viven diferente desde cada mirada y sentir. Esto es algo que al pasar los años se va aprendiendo y entendiendo, ya que jóvenes solemos pensar, o simplemente asumir, que las circunstancias se perciben de la misma manera por todos quienes las presencian.
Luz tenía 9 años cuando asistía a clases de ballet por las tardes, y esa, precisamente esa tarde no fue la excepción. Sin embargo, hubo una diferencia que pudo haber sido realmente significativa de su futuro y el de su familia. Ese día su papá la llevó a la escuela de danza, lo que no era usual porque su trabajo se lo impedía. Las razones del cambio en la rutina fueron dos: la tristeza que les había causado la muerte de Don Antonio, abuelo de Luz, suegro de Héctor, que sucedió el veintiuno de septiembre de 1968, once días antes del dos de octubre fatídico, y los miedos que habían generado algunas escenas relacionadas con la algarada política que se vivía en aquellos días.